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Publicado: Miércoles, 26 Enero 2022 12:09
¿Por qué admitimos la experimentación con ratones pero nos parece aberrante realizar pruebas en perros? Desde hace unos días, en Barcelona, una movilización ciudadana intenta detener el sacrificio de 32 cachorros de perros Beagle en los que se está probando un fármaco contra la fibrosis pulmonar.
Pero una vez que se hayan obtenido los resultados del estudio, los animales serán sacrificados, incluso aquellos que gocen de buena salud.La gente se ha movilizado para detener la ejecución de los cachorros y que sean entregados en adopción.
Este movimiento no es nuevo. En 1981, un activista se infiltró encubierto en el Instituto de Investigaciones Biológicas de los Estados Unidos y tomó fotografías de un conjunto de monos que, sometidos al estrés de los ensayos, se automutilaron.
El director del laboratorio, Edward Taub, fue acusado por haber cometido más de una docena de delitos de crueldad animal. Y una foto de un mono en un arnés, con las cuatro extremidades refrenadas, se convirtió en una imagen simbólica para el movimiento en defensa de los derechos de los animales.
Pero lo cierto es que la práctica de la investigación biomédica ordena que, antes de iniciar un ensayo clínico con humanos, es necesario realizar previamente pruebas biológicas y de toxicidad mediante estudios in vitro (realizados en laboratorios) y estudios in vivo (con animales no humanos).
Esta etapa previa de la experimentación se denomina “fase preclínica”, gracias a la cual contamos hoy con la anestesia, la penicilina y la insulina. Como todos los medicamentos, las vacunas frente al Covid-19 siguen el mismo desarrollo que el resto de vacunas.
Antes de realizar un ensayo clínico en humanos, se lleva a cabo una amplia experimentación en animales para demostrar que las vacunas no producen reacciones adversas inesperadas e inducen una protección contra el SARS-CoV-2.
Uno de los grandes progresos en el intento de conciliar la hasta el momento imprescindible experimentación en animales para la creación de fármacos, por una parte, y la reducción de dolor en estos sujetos de experimentación, fue obra del zoólogo William Russell y del microbiólogo Rex Burch.
En 1959, estos científicos publicaron Los principios de la técnica humana experimental, en cuyas páginas expusieron el principio de las “Tres R” que debería regular el uso de animales en la investigación con humanidad. Las tres erres aluden a Reemplazo, Reducción y Refinamiento.
El principio de Reemplazo ordena sustituir, siempre que sea posible, a los animales por modelos informáticos o cultivos celulares para probar el efecto de fármacos o posibles tóxicos. Cuando el reemplazo no es posible, entonces es necesario aplicar las otras dos Erres.
La Reducción implica disminuir al mínimo el uso de animales, lo cual no es sencillo: Todos los mamíferos, incluidos los humanos, son descendientes de ancestros comunes, y todos poseen el mismo conjunto de órganos (corazón, riñones, pulmones, etc.) que funcionan manera semejante, por medio del torrente sanguíneo y del sistema nervioso central.
Humanos y ratones compartimos el 99 % de los genes, herencia común por la cual fue el animal de referencia para la investigación de una amplia gama de enfermedades, pues poseen un sistema inmunológico conocido y se reproducen y crecen rápidamente en cautiverio.
Sin embargo, estos roedores presentan ciertas limitaciones cuando se debe investigar un fármaco para las enfermedades respiratorias: los ratones no tosen ni estornudan, y se sabe que aquellos infectados con la gripe no la transmiten a otros ratones tan fácilmente como lo hacen los humanos, un detalle importante cuando se intenta comprender cómo se propaga una enfermedad.
El Refinamiento implica adecuar los diseños experimentales con el propósito de aliviar el dolor infligido mediante el uso de anestesia, así como la mejora de las condiciones de vida.
No obstante, la mayoría de los investigadores sostienen que solo la información obtenida de los experimentos con seres vivos puede demostrar los efectos de una enfermedad, de una lesión, de un tratamiento o de una medida preventiva en un organismo complejo. Por ejemplo, la ceguera no puede ser estudiada en bacterias porque, simplemente, éstas no tienen ojos.
Pese a sus límites, en el Principio de las tres R se fundaron muchas de las leyes internacionales de bienestar animal: en el 2013, la Unión Europea prohibió la importación y venta de productos cosméticos que utilizan ingredientes probados en animales. Y en 2021, el Reino Unido dio inicio a la tramitación parlamentaria de la ley de reconocimiento de los animales como seres sintientes.
Sin embargo, aunque prohíbe todo tipo de maltrato, hasta lo que se conoce del proyecto legislativo, el texto no menciona los ensayos en animales.
No es casual que esta nación sea la abanderada del bienestar animal: mientras que la Europa continental creció bajo el cobijo del creacionismo en su versión kantiana, según el cual los animales no humanos fueron creados para estar al servicio del hombre, rey de la creación, en cambio, la cultura anglófona es deudora de Jeremy Bentham quien ya en 1879 sostuvo que “La pregunta no es ‘¿pueden razonar?’ ni ‘¿pueden hablar?’ sino ‘¿pueden sufrir?’”.
La misma ciencia que se sirvió de los animales a lo largo de la historia humana con el solo fin de curar las enfermedades y prolongar la vida, hoy está en condiciones de aliviar el dolor. Si se alivia el dolor en seres humanos, también es posible hacerlo en animales no humanos. Y si todavía no es posible, investigar ese imposible. Para no causar más dolor en el mundo. Ya hay suficiente.
Diana Cohen Agrest es Doctora en Filosofía (UBA), presidenta de la Asociación Civil Usina de Justicia. Su último libro se titula Elogio del Disenso (Debate).
Fuente: Diana Cohen Agrest - Clarin.com
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Publicado: Lunes, 17 Enero 2022 12:27
Bosques de sauces y alisos. Hileras de ceibos –sus flores rojas brillantes– sobre las costas, donde nadan mojarras y dorados, entre otras 20 especies de peces. Cortaderas y más cortaderas, plumerillos en alto. Aves, de tantos colores, especies y tamaños, musicalizando los senderos y acompañando a quien camina. Tortugas –de laguna, de cuello largo, pintadas– desplazándose lento, muy lento, por los juncos, entre víboras, lagartos y ranas. Cuises y comadrejas y hasta lobos marinos, escondidos en la espesura.
Parece una publicidad de viaje. Es la Reserva Ecológica Costanera Sur, a distancia caminable del centro de la Ciudad de Buenos Aires. Un gran humedal de invaluable biodiversidad que sostiene la vida de la capital. Una postal de otra época, en la que estos riñones verdes no eran la excepción, sino la norma, y las moles de ladrillo y cemento no los enjaulaban.
El tiempo, la urbanización, las edificaciones y el entubamiento de arroyos (así como la alteración de sus desembocaduras), entre otros factores, convirtieron a Buenos Aires en la ciudad de la furia. Pero, antes, otra era su fisonomía. Hasta 1830, de hecho, su paisaje natural eran los humedales. Hoy, sobreviven parches, pero su futuro tampoco está resguardado.
Esto, a pesar de todo lo que nos dan. Porque, en la Costanera Sur, hay mucho más que un espacio para pasear, ejercitarse, hacer avistaje de aves o simplemente tomar unos mates frente al río. Con sus 350 hectáreas y más de 2.000 especies animales y vegetales, este humedal no sólo es una de las reservas urbanas más grandes de América latina, sino también un sostén ecosistémico que provee a la Ciudad de servicios que son imprescindibles para la vida de sus habitantes.
Con sus 350 hectáreas y más de 2.000 especies animales y vegetales, la Reserva de Costanera Sur es una de las reservas urbanas más grandes de América latina.
Riñones verdes
Los humedales son esponjas gigantes que absorben agua. Cuando hay eventos meteorológicos extremos, como tormentas fuertes, son ellos los que están trabajando para defendernos de las consecuencias. Chupan el agua que sobra de otros lugares, evitando anegamientos e inundaciones, por ejemplo, así como la degradación de las costas y los suelos.
“Los humedales que funcionan adecuadamente pueden reducir el riesgo de desastres”, se lee en la Edición Especial de 2021 del Panorama Mundial de los Humedales, publicado por la Convención Ramsar, un tratado internacional al que adhieren 171 Estados, cuya misión es la conservación y el uso racional de estos ecosistemas.
“Por el contrario –agrega–, la pérdida de humedales puede aumentar los daños causados por las inundaciones y las tormentas, y cada vez más se reconoce que mantener los servicios de los humedales es generalmente más económico que convertirlos para otros usos.” Esto último, en parte, es lo que pasó en La Plata, en 2013, cuando precipitaciones extraordinarias (más de 400 mm acumulados en cuatro horas) dejaron un saldo de por lo menos 89 muertos y destrozos millonarios.
“Luego de los trágicos eventos de abril de 2013 en nuestra ciudad, los mapas de inundación realizados por la Universidad Nacional de La Plata (UNLP) muestran una coincidencia irrefutable entre las áreas afectadas por la crecida con aquellas donde naturalmente se encontraban las zonas de desborde fluvial de los arroyos Gato, Pérez, Regimiento y Maldonado”, explica Joaquín Cochero, investigador del Instituto de Limnología Dr. Raúl A. Ringuelet (ILPLA), UNLP-CONICET, en un trabajo de la UNLP. “El crecimiento urbano sobre estos ecosistemas contempla un riesgo hídrico”, concluye.
Pero no solo de absorber y almacenar agua viven los humedales, sino de purificarla, liberarla e intercambiarla. Y eso también es indispensable para quienes viven en torno a ellos: se trata, ni más ni menos, que del agua dulce que consumimos en nuestras casas, así como de la que se usa en el riego para la agricultura y en la industria. Todo lo que hacemos depende de este recurso, de este servicio que nos brindan los humedales.
Pero no solo de absorber y almacenar agua viven los humedales, sino de purificarla, liberarla e intercambiarla. Y eso también es indispensable para quienes viven en torno a ellos.
Paleta de paisajes
Una dificultad que surge al hablar de estos ecosistemas, y más aún en lo que se refiere a protegerlos, es que no pueden encasillarse en un paisaje único. Puede que nos cueste pensar que la Costanera Sur tiene un parentesco cercano con los Esteros del Iberá (en Corrientes), las turberas de Tierra del Fuego o los salares de la Puna.
Lo mismo con las Lagunas Altoandinas y Puñeras de Catamarca, o la de los Pozuelos, cerca de La Quiaca, en Jujuy; la albúfera de Mar Chiquita o la Bahía de Samborombón, en la Provincia de Buenos Aires; el Río Pilcomayo, en Formosa; y la Península Valdés, en Chubut, entre muchos otros.
Los humedales son una paleta de paisajes que pueden ser diversos entre sí, pero tienen al menos un punto en común: se caracterizan por la presencia, ya sea temporal o permanente, de agua.
“Hablás de bosques y se sabe lo que es un bosque. Hablás de pastizales y se sabe lo que es un pastizal. Hablás sobre qué es un humedal, y es un gran abanico de cosas”, puntualiza Patricia Kandus, doctora en Ciencias Biológicas por la Universidad de Buenos Aires (UBA) y profesora Asociada del Instituto de Investigaciones e Ingeniería Ambiental (3iA) de la Universidad de San Martín.
El abanico es tan extenso que, en la Argentina, ocupa el 21,5% del territorio (más de 600.000 kilómetros cuadrados). Si bien menos del 10% de esta área (unos 56.876 kilómetros cuadrados, 23 humedales en específico) es “Sitio Ramsar”, designación que da la Convención Ramsar a los humedales que son considerados de importancia internacional, todos tienen un rol fundamental en el equilibrio ecosistémico y las poblaciones que viven cerca (y no tan cerca) de ellos.
En la Argentina, el abanico de los humedales ocupa el 21,5% del territorio (más de 600.000 kilómetros cuadrados).
Y no sólo por el agua, y, claro, el oxígeno que nos dan. Además, porque regulan el clima: en las ciudades, incluso regulan el microclima, rompiendo con las “islas de calor”. Lo hacen a partir del almacenamiento y captura de carbono: las turberas y los humedales costeros con vegetación, por ejemplo, secuestran aproximadamente tanto carbono como los bosques del mundo.
Sí, los humedales no sólo chupan parte del agua que sobra en otras partes, sino también parte de las emisiones del principal de los gases de efecto invernadero que generan el calentamiento global. Es decir, nos protegen tanto de los desastres como del cambio climático (que, en muchas ocasiones, alimenta dichos desastres).
A eso se suman otros beneficios: retienen y exportan sedimentos y nutrientes; son hábitat de una impactante biodiversidad, que incluye especies endémicas a esos espacios; son fuente de alimentos, valores culturales e identidad; y aportan a la recreación y el turismo; entre otros.
Ahora bien, todo depende de su estado de salud. Así lo explica el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) Argentina, en un informe de diciembre 2020: “La provisión de estos bienes y servicios ecosistémicos a la sociedad depende del mantenimiento y la funcionalidad integral de los humedales. En caso de alterarse la funcionalidad ecológica, se altera en consecuencia la posibilidad de brindar bienes y servicios de calidad”. Y he aquí el problema al que nos enfrentamos.
Peor que los bosques
Hoy, sólo queda una fracción de los humedales naturales –tanto marinos/costeros como continentales– que había en el planeta. Los números asustan: del año 1700 para acá, desapareció el 87%, con tasas que aumentan a finales del siglo pasado. Entre 1970 y 2015, el declive global fue del 35%, un ratio tres veces más alto que el de pérdida de bosques. En América latina y el Caribe, el daño es todavía peor: 59%.
Del año 1700 para acá, desapareció el 87% de los humedales, con tasas que aumentan a finales del siglo pasado.
Esto tiene su correlato en la biodiversidad, con disminuciones del 81% en las poblaciones de especies de humedales continentales, y del 36% en las de especies costeras y marinas. Y en la calidad del agua, con tendencias en su mayoría negativas.
“Desde la década de 1990, la contaminación del agua ha empeorado en casi todos los ríos de América latina, África y Asia. Se prevé que el deterioro se intensifique a medida que el cambio climático, el desarrollo económico y la expansión e intensificación de la agricultura continúen, generando así crecientes amenazas para la salud humana, los humedales y el desarrollo sostenible”, advierte el Panorama Mundial de los Humedales 2021.
Pero, el riesgo no sólo reside en los humedales que ya no son, sino –como se dijo antes– en aquellos que quedan en pie: estos también están siendo afectados, y de forma creciente, por la contaminación, el drenaje, las especies invasoras, el uso no sostenible, los asentamientos y el cambio climático, entre otros.
Argentina no escapa a esta situación: sólo en 2020, cerca de 350.000 hectáreas de humedales fueron arrasadas, como consecuencia de los incendios que afectaron a más de 1 millón de hectáreas en todo el país –un récord nunca visto desde que se comenzó a compilar la información, en 1999– y fueron especialmente crudos en el Delta del Paraná.
Sólo en 2020, cerca de 350.000 hectáreas de humedales fueron arrasadas, como consecuencia de los incendios que afectaron a más de 1 millón de hectáreas en todo el país.
Nuestros humedales también son amenazados por la megaminería de litio en las salinas del Norte, las construcciones ilegales en las turberas de la Patagonia, los endicamientos y canalizaciones en el Litoral y la región Centro, el avance de la agricultura y ganadería a gran escala y el excesivo uso de agroquímicos en diversas partes del territorio nacional.
Pero son clave la especulación inmobiliaria en la Ciudad de Buenos Aires (donde en 2020 la Legislatura aprobó la creación de un barrio de 71 hectáreas con torres de lujo de hasta 145 metros en la zona de los humedales de la Costanera Sur) y los megabarrios cerrados en la Provincia de Buenos Aires. Factores que afectan tanto el equilibrio dinámico de los humedales, como los bienes y servicios ecosistémicos con los que nos benefician.
Fuente: Pilar Assefh - Clarin.com