Sus familias tuvieron que abandonarlos al huir el país y se convirtieron en otras víctimas del conflicto bélico con Rusia.
Las familias marcharon.
Tomaron lo poco que pudieron. Cargaron bolsos. Fue intempestivo.
Caían misiles y a cualquiera le podía tocar. Era el comienzo de la guerra. Entonces no se sabía lo que podía pasar. Era el tiempo en que las fronteras se colmaron de refugiados. Llegaron a ser 3,8 millones las personas que salieron de Ucrania desde que comenzó la guerra.
Los perros y los gatos quedaron solos. Quedaron a la deriva. Desorientados sin sus dueños. Comieron lo que tenían a mano. La poca comida que habían alcanzado a dejarles. Cuando se acabó el alimento, fueron por lo que pudieron. Atravesaron ruinas. Hurgaron en más casas vacías, treparon escombros, olfatearon lo que se anteponía en su camino. Incluso a los muertos.
Aturdidos por las bombas, carentes de alimento, empezaron un largo viaje. La larga marcha de los animales domésticos en busca, ya no de sus dueños, aquellos que los convirtieron en mascotas, sino de la supervivencia. Fue un viaje de lo doméstico a lo primitivo, impulsados por los sonidos de la guerra. Un viaje a lo salvaje.
Hay perros que caminaron hasta cien kilómetros para llegar a los suburbios de la capital. Caminaron por autopistas vacías. Pasaron retenes. Pisaron vidrios. Corrieron por bosques. Hay gatos que no se sabe cómo aparecieron por la gran ciudad.
El drama de las mascotas en la guerra se ve en todas las paredes urbanas. Afiches con números telefónicos indican a dónde acudir si uno se topa con alguno de estos animales que merodean sin rumbo ni destino sobre todo por las afueras de Kiev.
Es extraño, pero ahí, en plena calle, en las cuadras desiertas del distrito de Obolón o del bombardeado Podilsky, aparecen siberianos de bella pelambre, dogos que no se ven bravos sino asustados, ovejeros flacos, fox terrier invadidos por el miedo.
Se asoman entre escombros, temerosos, sin saber si acercarse o no. Hasta que aparece alguien. Y se los lleva.
Es lo mejor que les puede pasar a esos seres indefensos, víctimas de la guerra que no integran ninguna estadística. Los perros y los gatos de Kiev comenzaron a ser salvados por una red de voluntarios dedicados ciento por ciento primero a rescatarlos y luego a sacarlos del país. Sea como sea.
Desde que la guerra comenzó, organizaron un sistema primero para mantenerlos en refugios, curarlos de las pestes que vienen acumulando, garantizarles alimento, calmarlos en las noches de bombardeo y finalmente analizar y concretar su exilio hacia países como Polonia y Austria.
Otros países, como Hungría, aceptan animales pero antes les imponen una cuarentena estricta. Alemania, debido a la rabia, no permite el ingreso de mascotas.
Kristina Bohdiazh tiene 23 años y antes de que la conversación comience le pregunta ella a los enviados de Clarín si podrían llevarse al menos un perro cuando salgan del país. “Hasta cinco perros por persona te permiten cruzar en la frontera. Ustedes los llevan y nosotros ya tenemos ubicadas en Polonia a las familias receptoras”, dice entusiasmada.
No será posible, pero de todos modos la joven, que decidió quedarse junto a su novio en Kiev, invita a conocer el refugio que ella gestiona, llamado “La casa de los perros sin raza” (aunque los perros sí son de raza y es notorio).
El lugar queda en el distrito de Podilsky, una barriada populosa a donde no dejaron de caer misiles en el último mes. El refugio está en peligro y deben evacuarlo pronto. Había 80 animales la semana pasada. Ahora 40. Antes de llegar, Kristina conduce al equipo hasta una tienda de venta de alimento balanceado. Se cargan bolsas de comida para mascotas en el auto de Clarín.
“Gestiono todo desde mi casa: las compras, los envíos. Ahora mismo está saliendo una camioneta para la frontera con cinco perros que se van a Varsovia. Puedo hacer todo desde la computadora y cada tanto ir al refugio”, explica la joven de ojos claros.
“Pero ahora tenemos un problema: los misiles caen cada vez más cerca. El último fue a 500 metros. Es insostenible para cualquiera. Los animales lo sufren tremendamente”, explica. El auto aparca, finalmente, en el lugar.
Clarín ingresa al mundo de los perros y los gatos de Kiev. Una mujer con el pelo teñido de azul abre la puerta. Otra mujer con la cara ajada y embarazada de ocho meses indica el camino. Se mueve entre pequeñas jaulas. Abraza a los animales. Los besa.
Hace un frío calador de huesos, pero aún así ella parece de sangre caliente. Esta arremangada y se dispone para bañar a un dogo. Dentro de cada jaula, los perros con sus miradas tristes observan a los visitantes. Pocos ladran. Casi todos parecen verse invadidos por alguna expectativa. Esperan algo de los visitantes. Se dejan fotografiar. Es conmovedor.
Hay una sala repleta de jeringas y medicinas. “Es la sala de los veterinarios -explica Kristina-, por suerte contamos con voluntarios y donaciones de todo tipo. Esto se mantiene solo con la ayuda de la gente. Los gatos parecen sufrir más. Se llaman a silencio. Se arrinconan y tratan de dormir. A los perros, cuando no consiguen descansar, les suministramos algún calmante”.
Pero es tiempo de actuar. Kristina dice que llegó el momento de desmontar el refugio, o por lo menos de vaciarlo. Hay que sacar a los animales de allí porque el barrio está peligroso. Es cierto que el asedio a Kiev podría detenerse en lo inmediato. Pero nadie confía en Putin. Nadie cree que las verdadera intención de Rusia sea desmontar esta guerra ya.
Kristina atiende el teléfono. Gestiona envíos de animales. Los piden desde toda Europa. Los perros ahora están animados. Las mujeres les dan de comer lo que sea: pollo, atún en lata. Mezclan medicinas en la comida para una perro sin raza que muestra indicios de sarna. La maquinaria de solidaridad no para. Y el largo viaje de los perros de Kiev todavía continúa.
Fuente: Gonzalo Sánchez - Clarín.com