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REALIDAD ALARMANTE:


 El ambientalismo dice la verdad, aunque a medias. Es paradójico que se oculten las cosas como son cuando no hay tiempo que perder.

 

Es paradójico que al ambientalismo se lo considere “catastrofista” siendo que, cuando comunica, tiende a “dorar la píldora.” Se endulza lo amargo cuando no se muestran las miserias ambientales tal como son, no vaya a ser que la humanidad, que las genera, huya espantada.

Lo dicho viene a colación de la Argentina, en medio de un experimento que podría significar el derrumbe del principio del dorado de píldora. El contexto nacional sugiere que comunicar el hundimiento puede generar esperanzas en un salvavidas. ¿Se aplica lo mismo al forzamiento del clima o la extinción de especies, o estos temas en particular imponen límites más estrictos que la mismísima política económica?

Los ambientalistas serios han sido educados en la prudencia, la tolerancia a las malas noticias y el dominio del impulso a la hora de compartirlas. De hecho, muchos deciden expresarse mediante la relativa objetividad de la ciencia. Pero el lenguaje de la ciencia podría simplemente ser una forma más de endulzar la píldora.

¿Qué implica dorar la píldora? Significa hacer que lo amargo se pueda tragar más fácil. (De paso, las píldoras que dieron lugar al dicho habrían sido píldoras laxantes).

Puede que cierta anestesia de la realidad ambientalista asuste, o “embronque,” menos. La pesca industrial tiene a disposición toda una disciplina científica que habla mediante números. Por ejemplo, describe a los peces como “biomasa”: las toneladas que pesan todos los individuos de una especie blanco de la actividad. Justifica entonces extraer tantas toneladas anuales de esa biomasa, dejando un poco al “reclutamiento”, la reproducción del “recurso renovable”. Ese es el lenguaje.

Claro que hablar así oculta la pesca: la red que arrastra, aplasta, asfixia. El olor de la cubierta. El rugir de los motores. El gancho que se clava en el animal que “no sirve,” y se descarta muerto al mar. El albatros ahogado con el anzuelo atravesándole el pico. Pescar como una industria se distancia de los animales vivos en su medio natural. Hasta que aparece esa foto del tiburón atrapado en la malla de una red con las aletas extendidas, como crucificado.

Conozco un fotógrafo que registró los animales silvestres carbonizados en los incendios provocados de campo. Nadie del palo quiso exponer su material. Se muestra una pero no mil aves empetroladas, ante el riesgo de que el espectador vuelva la cara en otra dirección. ¿Y si pasara lo contrario? ¿Si es con mil que el vaso se colma?

Si el mejor corresponsal de guerra es el que toma la foto del sufrimiento profundo, en el ambientalismo hay excelentes “corresponsales de guerra,” que se censuran.

Hubo ambientalistas encumbrados que han dicho toda la verdad. En 1993, el conservacionista George Schaller escribió El Último Panda. Allí denunció las amenazas a la supervivencia de estos animales en China. Se los cazaba por la piel, y se los quitaba de la naturaleza para ser explotados en las exhibiciones zoológicas. Iban a acabar con la especie. El libro causó furor y el gobierno chino reaccionó pidiendo ayuda. La verdad no apagó la luz.

El ambientalismo dice la verdad, aunque a medias. Es paradójico que se oculten las cosas como son cuando no hay tiempo que perder. La burocracia climática, por ejemplo, ha distraído a la sociedad global durante décadas hablando de los niveles de CO2. Se podrían tal vez haber dado respuestas mucho más efectivas sin el azúcar impalpable del dato objetivo. No se trata de hablar de concentraciones y niveles. Se trata de mostrar qué es imposibilitar la vida y qué significa tener que encontrar un lugar para vivir cuando nadie bien recibe a los ajenos.

Si se atienden, más que los informes oficiales, los comentarios de lectores frente a las noticias de la última reunión de Partes sobre cambio climático, queda claro que ya nadie respeta estas negociaciones. Nadie le cree a la burocracia ambiental, y menos cuando endulza la píldora.

Dora la píldora el ambientalista que habla como un economista. Evita, por ejemplo, hablar de plásticos en los estómagos de las tortugas para aportar datos sobre el costo de contaminar el mar, como si pensar en plata estimulara las virtudes que más se necesitan. No se dice que la humanidad no podría alimentarse si tuviera que pagar la comida con el costo ambiental imputado a los precios. La frontera agropecuaria crece, derrocha agua, destruye suelos y contamina tanto como la ganadería. Y de la pesca, ni hablemos.

La píldora dulce engaña. Pero la Argentina actual sugiere que el ser humano de a pié encuentra fortaleza cuando se lo informa sin tapujos. Informar sin endulzar implica afirmar que el forzamiento del clima causará una incertidumbre ambiental superlativa que colapsará la economía. La horda humana sobrevive a duras penas mediante vulnerables contratos sociales. El ambiente enfermo los pondrá en más tensión. Es lo que ocurre en estado de guerra.

Los ambientalismos sufren de la dependencia de los recursos que se derivan de las economías tradicionales. Ante un vacío de innovación, queda esperar que se ordenen los valores por peso propio. Mientras tanto, no parece razonable encomendarse ni a las fuerzas del cielo ni a las de la ciencia; cansado de repetir que la crisis ambiental es ética.

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Más tarde, en Occidente, los monasterios fueron los centros donde surgieron los primeros hospitales para dar servicio a los viajeros, transeúntes y pobres. Mientras, en Oriente, en el mundo árabe, los hospitales surgieron en el siglo VIII.

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