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A raíz de la aceptación que ha tenido la serie Chernobyl de HBO, la pregunta latente por el papel de la vida humana sobre la Tierra se pone nuevamente sobre la mesa. Frente al reto del calentamiento global, ¿la naturaleza nos necesita o, más bien, somos nosotros quienes la necesitamos?
Pero mientras los humanos debatimos acerca de cómo preferimos extinguirnos, la vida se abre paso como si ya lo estuviéramos.
La Reserva Radioecológica Estatal de Palieski, en Bielorrusia, también tiene una historia que contar sobre los efectos del accidente nuclear del reactor número 4 de la planta Vladimir I. Lenin, en la Ucrania soviética, que dejó como saldo una zona de exclusión de 30 kilómetros alrededor del reactor y cuyo sarcófago es otra zona de peregrinaje necroturístico bastante visitado.
Esa zona de exclusión de 2,600 kilómetros cuadrados fue evacuada y sus 120,000 habitantes se convirtieron en los primeros exiliados nucleares de nuestra era. Pero a los pocos años, la naturaleza siguió su cauce. Investigadores británicos han constatado que las poblaciones de mamíferos han aumentado a pesar de la alta radiación desde 1988, 2 años después del accidente.
Especies que no aparecían en los registros de vida salvaje hace más de 1 siglo, de repente surgen como fantasmas en medio de la zona de exclusión. El oso europeo, el lince, el lobo (que se creían extintos en la zona) y numerosas especies de aves carroñeras mantienen en equilibrio a las poblaciones de tejón, alce, ciervo rojo, comadreja y castor.