THE VET SYMPOSIUM - Royal Canin | 28 y 29 SEP
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- Categoría: Interés general
- Publicado: Jueves, 09 Septiembre 2021 18:46
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El Ministerio de Agricultura, Ganadería y Abastecimiento de Brasil confirmó hoy dos casos de “mal de la vaca loca” en un matadero en Belo Horizonte y otro de Mato Grosso. Esta noticia, según informó el organismo oficial, ya fue notificada a la Organización Mundial de Sanidad Animal (OIE). Esto derivó en la suspensión temporal de su exportación de carne vacuna a China, el mayor comprador de este producto a nivel global. Brasil es el principal exportador mundial.
Para la Argentina, un exportador clave también a China, esta salida temporal de Brasil no podrá ser aprovechada en plenitud, ya que el Gobierno de Alberto Fernández tiene cuotificados en un 50% las ventas al exterior.
“La medida, que entra en vigor a partir de este sábado, se llevará a cabo hasta que las autoridades chinas concluyan la evaluación de la información ya transmitida sobre los casos”, agregó en el texto el Ministerio brasileño y remarcó que ambos casos se detectaron en vacas de desecho de edad avanzada.
“Estos son el cuarto y quinto caso de EEB atípica [encefalopatía espongiforme bovina] notificados en más de 23 años de vigilancia de la enfermedad. Brasil nunca ha registrado la ocurrencia de un caso de EEB clásico “, dijo el ente y detalló que el “mal de la vaca loca” ocurre de manera espontánea y esporádica y no está relacionada con la ingestión de alimentos contaminados.
“Todas las acciones de mitigación de riesgos sanitarios se concluyeron incluso antes de la emisión del resultado final por parte del laboratorio de referencia de la Organización Mundial de Sanidad Animal (OIE), en Alberta, Canadá. Por lo tanto, no hay riesgo para la salud humana y animal “, remarcó. Dijo que la confirmación no cambia el estado del país como “riesgo insignificante de enfermedad”.
“La OIE excluye la ocurrencia de casos atípicos de EEB a los efectos de reconocer el estatus oficial de riesgo del país. De esta manera, Brasil mantiene su clasificación como país de riesgo insignificante para la enfermedad, no justificando ningún impacto en el comercio de animales y sus productos y subproductos “, reiteró.
Fuente: LaNacion.com
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Cuando se trata de fijar normas para preservar y mejorar el mundo en que vivimos, se debe actuar con mucha humildad.
Hace un año y unos pocos meses, cuando el Covid-19 todavía era una novedad, hubo una serie de textos en los que se anunciaban los cambios que el virus iba a provocar en nuestras vidas.
Se anticipaba, según el autor y el caso, el crecimiento o la reducción del rol del estado; el ocaso del capitalismo o su resurgimiento; el despertar del espíritu solidario o la exacerbación del egoísmo, o alguna otra de las muchas oposiciones que vemos a nuestro alrededor y que, en general, son más difíciles de resolver de lo que nos gustaría.
Y era casi inevitable que, en esas disquisiciones, se colaran algunas vinculadas a la naturaleza y a los modos en que nos vinculamos con ella.
Así, de pronto, nos vimos sumergidos en una serie de discusiones acerca del papel que les había tocado a los murciélagos, a los pangolines o a alguna otra de las especies que se pueden encontrar en los mercados mojados de Wuhan, y para el caso, de los territorios en que vive cerca de la cuarta parte de la población mundial. Y, a escala local, las más diversas hipótesis acerca del peligro que podían representar nuestros perros y gatos.
Un poco después, pero ahora ya con un sentido distinto, empezamos a recibir noticias acerca de los efectos beneficiosos que provocaba nuestro encierro. De pronto, las ciudades eran visitadas por pumas, cabras, monos, osos elefantes, renos y medusas, que parecían empeñados en recordarnos eso de que no hay espacios vacíos, y que, si nosotros nos retirábamos, ahí estaban ellos, dispuestos a remplazarnos.
Parecía quedar demostrado que, si la mayor parte de nosotros nos quedábamos en casa, no solo evitábamos los contagios (¿?) sino que, además, generábamos un ambiente casi paradisíaco en el que los animales y nosotros podíamos convivir armoniosamente.
Pero, al cabo de un tiempo, volvimos a salir a la calle, y aquellas imágenes que sugerían que, al menos en términos ambientales, el virus y la cuarentena habían provocado algún efecto beneficioso, empezaron a diluirse.
Mientras esperamos las segundas dosis, la inmunidad colectiva, la variante delta, el invierno siguiente y la postpandemia, se nos hace saber que la crisis ambiental sigue siendo tan grave como en el 2019, que el río Paraná está en su nivel más bajo en un siglo, que el futuro de Vaca Muerta es un poco menos luminoso que antes, que los barbijos usados constituyen una nueva fuente de contaminación y por si todo eso no bastara, que los carpinchos de Nordelta están fuera de control.
Podría pensarse que esta proliferación de noticias vinculadas con el medio ambiente es una circunstancia pasajera; pero existen indicios que sugieren que no es así, y que las preocupaciones derivadas del estado de la naturaleza nos van a acompañar durante un buen tiempo.
Y si eso ocurre, quizás sea prudente que nos empecemos a familiarizar con algunas reglas que, en principio, no se ajustan a los criterios a los que estamos acostumbrados.
La primera es que los procesos naturales son indiferentes frente a nuestras intenciones. Los buenos deseos y, sobre todo, los buenos discursos no pueden modificarlos, y si de verdad queremos reducir las emisiones netas de gases de carbono o contribuir al mantenimiento de las áreas y poblaciones silvestres, tendremos que hacer cambios concretos.
Para algunos, eso pueda significar, cosas tales como separar los residuos, cambiar el auto por un modelo híbrido, elegir los productos en función de la huella de carbono que se genera en su producción o aceptar que su jardín sea atravesado por un sendero para carpinchos. Pero hay otros que se verán forzados a hacer sacrificios mucho más dramáticos que, a veces, implican renunciar a recursos esenciales o a los medios y modos de vida que conocen.
Una segunda regla que deberíamos tener presente es que, al menos en términos prácticos, los procesos naturales no tienen principio ni fin.
La mayor parte de los problemas que identificamos hoy están generados por una secuencia de procesos que se ha iniciado hace mucho tiempo, y las acciones que tomemos o dejemos de tomar tendrán consecuencias que, en muchos casos, no serán fáciles de evaluar en los horizontes temporales a los que estamos acostumbrados.
Se suele decir que una política de Estado debería sostenerse por diez, veinte o treinta años; pero si el objetivo es generar algún efecto ambiental de cierta relevancia, es posible que esos plazos constituyan, apenas, un período de pruebas preliminares.
La tercera, y tal vez la más importante de las reglas, es la incertidumbre. La historia está llena de ejemplos en los que las consecuencias ambientales de nuestros actos han sido completamente distintas de las que se preveían. Y mal que nos pese, y a pesar de todo lo que se supone que hemos aprendido en el curso del tiempo, es probable que eso siga ocurriendo.
Los procesos naturales de cierta escala involucran factores múltiples y complejos, y al menos hasta ahora, los modelos predictivos no han sido particularmente exitosos.
Seguramente hay otras reglas más; pero estas tres podrían alcanzar para recordarnos que, cuando se trata de fijar normas para preservar y mejorar el mundo en que vivimos, se debe actuar con mucha humildad.
Porque, cuando se trata de resolver problemas que nos conciernen a todos, lo más probable es que nadie tenga toda la razón; nadie tenga toda la culpa, y nadie pueda asegurar honestamente que sabe cuáles serán las consecuencias de uno u otro camino. Tal vez no sea mucho; pero ya se dijo otras veces, por algún lugar hay que empezar.